El capítulo 17 del libro de Reyes comienza con el adverbio de tiempo
«entonces», lo que da a entender que lo que sigue es continuación a lo
que precede en el tiempo, algo que Dios añade a lo anterior. Si
leyéramos sólo hasta el capítulo anterior, podríamos suponer que hasta
ahí llegó todo, y que la adoración a Jehová nunca volvió a adquirir el
prestigio y el poder que había perdido.
De hecho, los principales actores de la historia así lo pensaron. Acab pensó así; también Jezabel; los falsos profetas pensaron lo mismo; el remanente de fieles que estaba escondido pensó igual.
Todos olvidaron algo en sus cálculos: dejaron fuera al mismo Jehová. Cuando los hombres han hecho lo peor, y han terminado, es tiempo de que Dios comience. Y cuando Él comienza, es probable que con un solo golpe revierta todo lo que se ha hecho sin Él.
El cuadro era bastante sombrío. Después de la muerte de Salomón, el reino se dividió en dos partes: la parte sur, dominada por su hijo Roboam, y la parte norte, bajo el poder de Jeroboam. Jeroboam anhelaba desesperadamente mantener su dominio sobre su pueblo, pero temía que lo perdería si ellos continuaban yendo dos o tres veces por año a las fiestas anuales en Jerusalén.
Por tanto, decidió establecer la adoración a Jehová en sus propios dominios. Así que erigió dos templos: uno en Dan, en el extremo norte, y otro en Betel, en el extremo sur. Y en cada uno de estos lugares colocó un becerro de oro, para que el Dios de Israel fuera adorado «en la forma de un becerro que come heno».
Este pecado quebrantó el segundo mandamiento, que prohibía a los hijos de Israel hacer imágenes, o inclinarse ante la semejanza de cualquier cosa que estuviera arriba en el cielo, o en la tierra o debajo de la tierra. En la Santa Escritura nunca se olvidó la maldad de Jeroboam. Como el tañido de las campanas en un funeral, las palabras vuelven a resonar vez tras vez: «Jeroboam, hijo de Nabat, quien hizo pecar a Israel» (1 R. 14:16).
Después de muchas revoluciones y de mucho derramamiento de sangre, el reino pasó a manos de un aventurero militar, Omri. Hijo de este hombre fue Acab, de quien se dijo que «hizo lo malo ante los ojos de Jehová, más que todos los que reinaron antes de él» (1 R. 16:30).
Esto ocurrió porque él era un hombre débil, instrumento de una mujer astuta, sin escrúpulos y cruel. Cuando la joven y bella Jezabel salió a Tiro para convertirse en la consorte del rey de Israel recién coronado, sin duda alguna aquella se consideró como una espléndida pareja. En ese tiempo, la ciudad de Tiro gozaba el prestigio de reina de los mares. Estaba en el cenit de su gloria: sus colonias salpicaban las costa del Mediterráneo hasta España, sus naves emblanquecían todos los mares con sus velas, su ciudad hija, Cartago, alimentaba al cachorro de león Aníbal, y era suficientemente fuerte como para hacer temblar a los romanos.
Pero como muchas espléndidas parejas, la de Acab y Jezabel estuvo llena de desdicha y de desastre. Cuando Jezabel salió del palacio que había sido su hogar, fue urgida vehemente por los sacerdotes bajo cuya influencia había sido educada a hacer cuanto le fuera posible para introducir en Israel los ritos de su religión hereditaria.
Ella no fue remisa en obedecer. Parece que lo primero que hizo fue erigir un templo a Astarté en la vecindad de Jezreel, y que sostuvo a sus 450 profetas de sus ingresos privados. Luego Acab y ella construyeron un templo a Baal en Samaria, la capital del reino, de un tamaño tal que podía dar cabida a una inmensa multitud de adoradores (véase 2 R. 10:21).
Después comenzaron a levantarse altares y templos por todas partes del país en honor de estas falsas deidades, mientras los altares de Jehová, como el del monte Carmelo, eran lastimosamente destruidos.
La gente hacía enjambre en torno a los sacerdotes de Baal y en los bosques. Las escuelas de profetas fueron cerradas y la hierba creció en sus patios. Los profetas mismos fueron perseguidos y asesinados a espada: «...anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres, angustiados, maltratados» (He. 11:37).
Tanto fue así que el piadoso Abdías tuvo gran dificultad para salvar a unos pocos de ellos en las cuevas del Carmelo, alimentándolos a riesgo de su propia vida. Pero Dios nunca pierde. La Tierra puede estar infestada por el pecado, puede parecer que todas las lámparas de los testigos se han apagado, pero Él estará preparando a un hombre débil en algún oscuro pueblo de las alturas; y en el momento de mayor necesidad, lo enviará como respuesta completamente suficiente para las peores conspiraciones de sus enemigos Así ha ocurrido; y así continuará ocurriendo... Elías era de los moradores de Galaad. Galaad estaba al este del Jordán. Era un sitio desierto y escabroso. Los moradores participaban del carácter de su tierra: salvajes, desenfrenados, desgreñados. Vivían en rudas aldeas de piedra y subsistían cuidando rebaños de ovejas.
La niñez de Elías fue como la de los demás jóvenes de su tiempo. En sus primeros años probablemente trabajó como pastor en aquellas desoladas montanas. Cuando llegó a ser hombre, su erguida figura, su apariencia hirsuta, su manto de pelo de camello, su contextura fornida, la fortaleza de sus tendones que podían sobrepasar a los briosos caballos de la carroza real y soportar la excesiva fatiga física, lo distinguieron de los moradores de los valles bajos.
A medida que avanzaba en años, crecía en él una intensa piedad. Sentía un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos. Cuando los mensajeros, uno tras otro, le decían que Jezabel había destruido los altares de Dios, había asesinado a sus profetas y los había reemplazado por los ritos impíos de sus deidades tirias, su indignación reventó todas las ataduras.
¿Pero qué podía hacer él, un muchacho indómito del desierto sin instrucción? Sólo podía hacer una cosa -el recurso de todas las almas bajo la agonía de la prueba-: podía orar. Y Elías lo hizo: «...oró fervientemente» (Stg. 5:17). Y en su oración parece que fue guiado hacia una denuncia que, muchos años antes, había hecho Moisés al pueblo: que si ellos se apartaban y servían a otros dioses y los adoraban, la ira del Señor sería enviada contra ellos, y Él cerraría los cielos y no habría lluvia (véase Dt. 11:17). Y así se dedicó a orar para que aquella terrible amenaza se cumpliera al pie de la letra.
Y mientras Elías oraba, llegó a su mente la convicción de que ocurriría tal como él había orado; y que él debía poner al corriente a Acab sobre este hecho. Cualquiera que fuera el peligro para él, tanto el rey como el pueblo tenían que discernir la razón de sus calamidades. Que la sequía se debió a la oración de Elías se infiere también por las palabras con que él anunció el hecho al rey: «...no habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi palabra» (1 R. 17:1).
Una entrevista así demandaba extraordinaria fuerza moral. ¿Qué posibilidad había de que él escapara con vida? Sin embargo, él fue y volvió ileso, con la armadura de una fortaleza que parecía invulnerable.
¿Cuál fue el secreto de esa fortaleza? Si se puede demostrar que se debió a alguna cosa inherente en Elías y peculiar a él, entonces muy bien podemos retirarnos de las inaccesibles alturas que se burlan de nosotros. Pero si se puede demostrar, como yo pienso que se puede, que su vida espléndida no se debió a cualidades inherentes en él sino a fuentes de fortaleza que están al alcance del más humilde hijo de Dios que lea estas líneas, entonces, cada palabra del relato es una inspiración.
La fortaleza de Elías no estaba en sí mismo ni en sus circunstancias. Él era de extracción humilde. Cuando, a través del fracaso de su fe, fue separado de su fuente de fortaleza, él mostró más cobardía de la que hubiera mostrado la mayoría de los hombres: se tiró sobre las arenas del desierto y le pidió a Dios que le quitara la vida. Elías nos da, pues, tres indicaciones sobre la fuente de su fortaleza... «Vive Jehová Dios de Israel»; esto es, para todos los demás Jehová podía estar muerto, pero para él era la suprema realidad de la vida. Y si queremos ser fuertes, nosotros también tenemos que poder decir: «Yo sé que mi Redentor vive». La persona que ha oído a Jesús decir: «Yo soy el que vive», también lo oirá decir: «No temas, esfuérzate y sé valiente».
Elías estaba en la presencia de Acab, pero era consciente de la presencia de uno mayor que cualquier monarca terrenal: «Vive Jehová (...) en cuya presencia estoy». El mismo Gabriel no pudo emplear una explicación más elevada sobre la posición en la cual se encontraba (véase Lc. 1:19). Cultivemos este reconocimiento habitual de la presencia de Dios, pues nos elevará por encima de todo otro temor.
Además de esto, había quedado impresa en la mente de Elías la convicción de que él había sido escogido por Dios como su siervo y mensajero, y que en esa condición estaba delante de Él. Acaso el nombre Elías se puede traducir como «Jehová es mi Dios» o «Jehová es mi fortaleza». Esto nos da la clave de su vida. ¡Qué revelación la que se nos ofrece por medio de este nombre! ¡Ah, que eso se cumpliera en cada uno de nosotros! Pero, ¿por qué no? De hoy en adelante, renunciemos a nuestra propia fuerza, que, en el mejor de los casos, es debilidad, y apropiémonos de la de Dios mediante la fe, día tras día y hora tras hora...
De hecho, los principales actores de la historia así lo pensaron. Acab pensó así; también Jezabel; los falsos profetas pensaron lo mismo; el remanente de fieles que estaba escondido pensó igual.
Todos olvidaron algo en sus cálculos: dejaron fuera al mismo Jehová. Cuando los hombres han hecho lo peor, y han terminado, es tiempo de que Dios comience. Y cuando Él comienza, es probable que con un solo golpe revierta todo lo que se ha hecho sin Él.
El cuadro era bastante sombrío. Después de la muerte de Salomón, el reino se dividió en dos partes: la parte sur, dominada por su hijo Roboam, y la parte norte, bajo el poder de Jeroboam. Jeroboam anhelaba desesperadamente mantener su dominio sobre su pueblo, pero temía que lo perdería si ellos continuaban yendo dos o tres veces por año a las fiestas anuales en Jerusalén.
Por tanto, decidió establecer la adoración a Jehová en sus propios dominios. Así que erigió dos templos: uno en Dan, en el extremo norte, y otro en Betel, en el extremo sur. Y en cada uno de estos lugares colocó un becerro de oro, para que el Dios de Israel fuera adorado «en la forma de un becerro que come heno».
Este pecado quebrantó el segundo mandamiento, que prohibía a los hijos de Israel hacer imágenes, o inclinarse ante la semejanza de cualquier cosa que estuviera arriba en el cielo, o en la tierra o debajo de la tierra. En la Santa Escritura nunca se olvidó la maldad de Jeroboam. Como el tañido de las campanas en un funeral, las palabras vuelven a resonar vez tras vez: «Jeroboam, hijo de Nabat, quien hizo pecar a Israel» (1 R. 14:16).
Después de muchas revoluciones y de mucho derramamiento de sangre, el reino pasó a manos de un aventurero militar, Omri. Hijo de este hombre fue Acab, de quien se dijo que «hizo lo malo ante los ojos de Jehová, más que todos los que reinaron antes de él» (1 R. 16:30).
Esto ocurrió porque él era un hombre débil, instrumento de una mujer astuta, sin escrúpulos y cruel. Cuando la joven y bella Jezabel salió a Tiro para convertirse en la consorte del rey de Israel recién coronado, sin duda alguna aquella se consideró como una espléndida pareja. En ese tiempo, la ciudad de Tiro gozaba el prestigio de reina de los mares. Estaba en el cenit de su gloria: sus colonias salpicaban las costa del Mediterráneo hasta España, sus naves emblanquecían todos los mares con sus velas, su ciudad hija, Cartago, alimentaba al cachorro de león Aníbal, y era suficientemente fuerte como para hacer temblar a los romanos.
Pero como muchas espléndidas parejas, la de Acab y Jezabel estuvo llena de desdicha y de desastre. Cuando Jezabel salió del palacio que había sido su hogar, fue urgida vehemente por los sacerdotes bajo cuya influencia había sido educada a hacer cuanto le fuera posible para introducir en Israel los ritos de su religión hereditaria.
Ella no fue remisa en obedecer. Parece que lo primero que hizo fue erigir un templo a Astarté en la vecindad de Jezreel, y que sostuvo a sus 450 profetas de sus ingresos privados. Luego Acab y ella construyeron un templo a Baal en Samaria, la capital del reino, de un tamaño tal que podía dar cabida a una inmensa multitud de adoradores (véase 2 R. 10:21).
Después comenzaron a levantarse altares y templos por todas partes del país en honor de estas falsas deidades, mientras los altares de Jehová, como el del monte Carmelo, eran lastimosamente destruidos.
La gente hacía enjambre en torno a los sacerdotes de Baal y en los bosques. Las escuelas de profetas fueron cerradas y la hierba creció en sus patios. Los profetas mismos fueron perseguidos y asesinados a espada: «...anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres, angustiados, maltratados» (He. 11:37).
Tanto fue así que el piadoso Abdías tuvo gran dificultad para salvar a unos pocos de ellos en las cuevas del Carmelo, alimentándolos a riesgo de su propia vida. Pero Dios nunca pierde. La Tierra puede estar infestada por el pecado, puede parecer que todas las lámparas de los testigos se han apagado, pero Él estará preparando a un hombre débil en algún oscuro pueblo de las alturas; y en el momento de mayor necesidad, lo enviará como respuesta completamente suficiente para las peores conspiraciones de sus enemigos Así ha ocurrido; y así continuará ocurriendo... Elías era de los moradores de Galaad. Galaad estaba al este del Jordán. Era un sitio desierto y escabroso. Los moradores participaban del carácter de su tierra: salvajes, desenfrenados, desgreñados. Vivían en rudas aldeas de piedra y subsistían cuidando rebaños de ovejas.
La niñez de Elías fue como la de los demás jóvenes de su tiempo. En sus primeros años probablemente trabajó como pastor en aquellas desoladas montanas. Cuando llegó a ser hombre, su erguida figura, su apariencia hirsuta, su manto de pelo de camello, su contextura fornida, la fortaleza de sus tendones que podían sobrepasar a los briosos caballos de la carroza real y soportar la excesiva fatiga física, lo distinguieron de los moradores de los valles bajos.
A medida que avanzaba en años, crecía en él una intensa piedad. Sentía un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos. Cuando los mensajeros, uno tras otro, le decían que Jezabel había destruido los altares de Dios, había asesinado a sus profetas y los había reemplazado por los ritos impíos de sus deidades tirias, su indignación reventó todas las ataduras.
¿Pero qué podía hacer él, un muchacho indómito del desierto sin instrucción? Sólo podía hacer una cosa -el recurso de todas las almas bajo la agonía de la prueba-: podía orar. Y Elías lo hizo: «...oró fervientemente» (Stg. 5:17). Y en su oración parece que fue guiado hacia una denuncia que, muchos años antes, había hecho Moisés al pueblo: que si ellos se apartaban y servían a otros dioses y los adoraban, la ira del Señor sería enviada contra ellos, y Él cerraría los cielos y no habría lluvia (véase Dt. 11:17). Y así se dedicó a orar para que aquella terrible amenaza se cumpliera al pie de la letra.
Y mientras Elías oraba, llegó a su mente la convicción de que ocurriría tal como él había orado; y que él debía poner al corriente a Acab sobre este hecho. Cualquiera que fuera el peligro para él, tanto el rey como el pueblo tenían que discernir la razón de sus calamidades. Que la sequía se debió a la oración de Elías se infiere también por las palabras con que él anunció el hecho al rey: «...no habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi palabra» (1 R. 17:1).
Una entrevista así demandaba extraordinaria fuerza moral. ¿Qué posibilidad había de que él escapara con vida? Sin embargo, él fue y volvió ileso, con la armadura de una fortaleza que parecía invulnerable.
¿Cuál fue el secreto de esa fortaleza? Si se puede demostrar que se debió a alguna cosa inherente en Elías y peculiar a él, entonces muy bien podemos retirarnos de las inaccesibles alturas que se burlan de nosotros. Pero si se puede demostrar, como yo pienso que se puede, que su vida espléndida no se debió a cualidades inherentes en él sino a fuentes de fortaleza que están al alcance del más humilde hijo de Dios que lea estas líneas, entonces, cada palabra del relato es una inspiración.
La fortaleza de Elías no estaba en sí mismo ni en sus circunstancias. Él era de extracción humilde. Cuando, a través del fracaso de su fe, fue separado de su fuente de fortaleza, él mostró más cobardía de la que hubiera mostrado la mayoría de los hombres: se tiró sobre las arenas del desierto y le pidió a Dios que le quitara la vida. Elías nos da, pues, tres indicaciones sobre la fuente de su fortaleza... «Vive Jehová Dios de Israel»; esto es, para todos los demás Jehová podía estar muerto, pero para él era la suprema realidad de la vida. Y si queremos ser fuertes, nosotros también tenemos que poder decir: «Yo sé que mi Redentor vive». La persona que ha oído a Jesús decir: «Yo soy el que vive», también lo oirá decir: «No temas, esfuérzate y sé valiente».
Elías estaba en la presencia de Acab, pero era consciente de la presencia de uno mayor que cualquier monarca terrenal: «Vive Jehová (...) en cuya presencia estoy». El mismo Gabriel no pudo emplear una explicación más elevada sobre la posición en la cual se encontraba (véase Lc. 1:19). Cultivemos este reconocimiento habitual de la presencia de Dios, pues nos elevará por encima de todo otro temor.
Además de esto, había quedado impresa en la mente de Elías la convicción de que él había sido escogido por Dios como su siervo y mensajero, y que en esa condición estaba delante de Él. Acaso el nombre Elías se puede traducir como «Jehová es mi Dios» o «Jehová es mi fortaleza». Esto nos da la clave de su vida. ¡Qué revelación la que se nos ofrece por medio de este nombre! ¡Ah, que eso se cumpliera en cada uno de nosotros! Pero, ¿por qué no? De hoy en adelante, renunciemos a nuestra propia fuerza, que, en el mejor de los casos, es debilidad, y apropiémonos de la de Dios mediante la fe, día tras día y hora tras hora...
No hay comentarios:
Publicar un comentario